Implacable

La iglesia estaba preciosa. La Virgen del Carmen se situaba en el altar, toda vestida de blanco y rodeada de rosas blancas bajo un telar azulado. No podía fijar mi mirada en otro lugar que no fuera aquél, tan sereno, pero a la vez tan imponente. Me hallaba acompañada de toda mi familia, al igual que la de mi pareja; pequeñas risas nerviosas se oían de fondo. De igual manera, algunos suspiros de emoción o congoja asomaban por aquellas paredes blanquecinas en las que rebotaba la voz de nuestro párroco. Miré al que iba a ser mi marido poco después; nuestros ojos se toparon, nerviosos, por tal momento. Y acto seguido volví a fijarme en la Virgen que tenía enfrente, en el altar. Una estatua que me miraba sonrosada y a la vez avergonzada por el acto que estaba cometiendo. No sabía si su rostro me describía felicidad o consuelo; alegría o quizás apoyo para dar este salto.
Nuestro párroco se dirigió hacia nosotros:
-Habéis venido aquí, hermanos, para que Dios garantice con su sello vuestro amor, ante el pueblo de Dios aquí congregado y presidido por su ministro…
No podía aguantar la mirada del sacerdote. ¿Qué quería decirme todo aquello? Mi cabeza no estaba pendiente de sus palabras. Todo mi cuerpo y mi ser comenzaban a agrietarse, y una pequeña duda se abrió paso por mi mente. No cabía duda, no estaba segura de dar este paso tan importante. Pero… ¿Por qué no? Si hasta aquel momento había estado segura de querer pasar el resto de mi vida con Pablo.
Unas vagas palabras me hicieron volver a la realidad.
-¿…Venís a contraer matrimonio sin ser coaccionados, libre y voluntariamente? 
¿Venía de manera libre, sin coacciones? No tuve más que dar media vuelta hacia todos los presentes, y mi visión solo contemplaba una imagen. Una persona que se me hacía borrosa cada segundo que la visualizaba. Ahora ya sabía de dónde venían los tristes llantos a mis espaldas. Ella, temblorosa, cogía un pañuelo para secarse las lágrimas que sobresalían sus preciosos ojos. Intentaba estar serena, y era oficialmente como debía comportarse. Una organizadora de tal prestigio debía presentarse como una profesional. Sin embargo, sus lágrimas no eran de emoción, y aunque nadie lo notara, yo sí comprendía el porqué de su tristeza. Habíamos pasado tanto tiempo juntas…
Su visión se volvió borrosa. Quizás algunas lágrimas también cayeran sobre mis mejillas. Quizás también me había enamorado de aquella mujer que me había organizado la boda. Quizás no estaba preparada para asumir una responsabilidad tan grande como ser la mujer de Pablo. Pero quizás, también fuera porque no me sentía su mujer, sino la persona de la que se había enamorado aquella organizadora. Aquella chica toda vestida de negro con el pelo recogido y de perfecto pose.
¿Alguna vez me hubiera imaginado este suceso? Parecía de película. Quizás lo fuera. Esperaba que todo fuera un sueño y me agarré la mejilla con los dedos. Retorcí el mismo rostro que días antes había sido besado y acariciado por ella, y un pequeño grito de dolor sobresalió ante el silencio de la multitud. Solo unas palabras que ya recordaba me hicieron volver del ensimismamiento en el que me hallaba atrapada.
-¿María? ¿Estás bien?
Miré a Pablo con dolor. –Sí… sí, perdona. Podemos seguir.
- Muy bien, repito entonces. ¿Venís a contraer matrimonio sin ser coaccionados, libre y voluntariamente? –El cura parecía cansado.

Su mirada se clavaba en mi alma. Era dolorosa, implacable. Y sabía que me juzgaba. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Me arrepentiría del acto que iba a elegir? Pero... ¿tenía otro remedio? ¿De verdad podía elegir?

Eva Lermas Fernández

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares