El despertar de la conciencia, parte 2
CAPÍTULO 2
-Román,
despierta.
Mis
ojos permanecían cerrados por el cansancio. Mi cabeza daba vueltas intentando
comprender lo que me sucedía.
-¿Ya
es de día? Me he acostado hace pocas horas... -Pregunté indignado- He estado
toda la noche estudiando sobre un nuevo descubrimiento de una población
subterránea.
-Haz
el favor de levantarte. Recuerda que quedaste en llevar a los niños al zoo.
¡Llevan más de media hora esperándote! –Replicó mi mujer, ya vestida.
“Es
verdad… no me acordaba de que hoy era cuando nos íbamos de excursión”.
Demasiada información zarandeaba mi cabeza, resacosa por el sueño.
-Sí,
ya voy. Prepárame el desayuno por favor, enseguida me cambio.
Y
lentamente, como si mi cuerpo fuera de piedra, caminé hasta el vestidor donde
ya tenía la ropa preparada. “Esta mujer mía… siempre dándolo todo a mano”.
Sonriente, me vestí y aseé hasta parecer una persona normal. Aquella barba de
hace días comenzaba a producir escozor y picazón en mi piel, por lo que decidí
quitarla de mi vista.
-¿Román?
¡Te esperamos esperando! –Unos gritos desesperados sobresalieron por el
pasillo. En realidad, cuando se comportaba de esa manera, mi mujer me provocaba
terror.
-¡Sí!
¡Voy por el pasillo! –Ya comenzaba a irritarme. Débora tenía una facilidad de
producir una irritación terrible a quién no obedecía sus órdenes.
Pero
todo enojo era eliminada para dar paso a amor y alegría, sensaciones que
aportaban mis hijos.
-¡Papá,
papá! –Corriendo, mis hijos se abalanzaron sobre mi cuello. Los besos volaban
por nuestro entorno, parecían visualizarse densamente. -¿Vamos ya a ver a los
elefantes?
-Sí
papá, ¡yo quiero ver a los cocodrilos!
Mis
hijos eran gemelos, físicamente
idénticos. En cambio, su personalidad era totalmente contraria. Mientras
a uno le gustaban los animales domésticos, el otro prefería introducirse dentro
de las fauces de uno salvaje. Sin embargo, los dos coincidían en su inocencia y
humildad. Eran niños bondadosos, que lo donaban todo por los más
desfavorecidos.
-Pedro,
péinate bien. Álvaro, métete la camisa por dentro. Termino de desayunar y nos
vamos, ¿vale? ¡Podremos ver a las focas bailar!
Los
niños, llenos de alegría salieron velozmente de mi entorno, creyendo que,
cuanto menos tardaran en corregir sus errores de estilo, antes avanzaríamos.
Ya
en el zoo, mi familia parecía ser otra. La felicidad emergía de sus rostros
sonrientes al ver a los animales en familia. Mis hijos, locos de orgullo e
ilusión por haber ido a un lugar donde la naturaleza predominaba ante la
humanidad, revoloteaban por aquellas caminatas de piedra y arena.
Vimos
a las focas bailar en el agua con una pelota y cantidad de peces volando sobre
ésta. Pero, ante todo, fuimos a visitar a los grandes elefantes y a los
cocodrilos, elección propia de los gemelos. Mientras que Pedro disfrutaba de la
tranquilidad de aquellos enormes mamíferos, Álvaro intentó introducirse en la
zona prohibida de los reptiles. Sin darnos cuenta, en un instante apareció
cercano a uno de ellos, con la intención de acariciarlo.
-¡Álvaro!
Sal de ahí in mediatamente.
La
desesperación nos dominó. Mi hijo estaba en peligro a causa de su tozudez. Ese
cocodrilo podría no hacer nada, estaba acostumbrado a la compañía humana ¿o sí?
Pero una imagen nos dio el toque de alarma. Uno de los reptiles se acercaba,
con sigilo, por la espalda de nuestro hijo. Paralizada por el terror, mi mujer
solo sabía llorar y gritar a su vez el nombre del pequeño. Yo, acto reflejo,
sin ni siquiera haber decidido qué hacer con mi cuerpo, salí a gran velocidad
hacia la posición de Álvaro, intentado, si era posible, que el cocodrilo no se
lanzara hacia su presa.
-¡Papá,
mira que cocodrilos tan bonitos!
Mi
hijo, inocente, se reía del cocodrilo que se acercaba más y más hacia él. No
había tiempo que perder. De un salto sobrepasé la valla que nos separaba de su
territorio. Llegué hasta su posición, lo agarré fuertemente del pecho con un
abrazo e intenté alcanzar un sitio seguro donde dejarlo. Pero en el camino, una
raíz vieja de un árbol que tapaba la mitad de su terreno llano fue la causante
de mi tropiezo, cayendo los dos en el barro. Por suerte, los cocodrilos no nos
perseguían. A pesar del nerviosismo, caí en la cuenta que quizás solo deseaban jugar,
o no… Mis pensamientos daban múltiples
vueltas en mi cabeza, no dejándome razonar correctamente. En cambio, Álvaro ya
había cogido rumbo, sin haberme dado cuenta a causa de mi preocupación, hacia
el terreno llano que ocultaba el árbol. Parecía no entender la peligrosidad de
la situación. Por suerte, los reptiles habían fijado su objetivo en unos peces
que habían lanzado los trabajadores del zoo, puesto que era su hora de comer. Inocentemente,
mi hijo giró su pequeño cuerpo hacia mí con sorpresa.
-¡Mira
papá! Aquí hay piedras redondas enormes. Y al lado hay una cosa que brilla
mucho.
Admirado
por la valentía de mi hijo, fui a divisar su descubrimiento. Por un rato más
que estuviéramos allí no ocurriría nada, al fin y al cabo estaba a salvo de los
dientes grandes y afilados que nos perseguían.
Al
acercarme a aquel lugar, oculto entre las raíces y ramificaciones, me percaté
que las piedras vistas por Álvaro eran los huevos de los cocodrilos, cubiertos
por una arena elástica. “En qué lío nos hemos metido. En cuanto se enteren que
hemos estado aquí nos multarán. Este es un lugar prohibido.” Pero una luz púrpura
me cegó por unos instantes. Un cristal violáceo se encontraba recubierto de
tierra y hojas, enterrado, al igual que los demás huevos, en un pequeño hoyo.
En cambio, éste no era uno de ellos. “Habrán creído que es uno más y lo habrán
enterrado también”.
Pero
aquel cristal me atraía ciegamente. No podía separar la vista de esa preciosa
piedra, que daba pequeños destellos formando reflejos morados. Tuve el valor de
acercarme hacia ésta. Y como un impulso, la toqué, creyendo tener la sensación
de que ocurriría algo. Pero no sucedió nada. La cogí sin recelo, y con la mano
extendida la observé detenidamente. “Parece que hay como diminutas marcas
horizontales en el interior del cristal. Supongo que será el mismo reflejo de
la luz…”.
-¿Vamos
papá? Tengo hambre. Y estas piedras no me gustan, pesan mucho.
Mi
hijo me había hecho retornar a la realidad. El tiempo había pasado velozmente. No
me había percatado que Álvaro estaba allí, ni que aún nos situábamos en el
terreno de los reptiles hambrientos. Y sin más dilación, tuve la osadía de
introducir aquel cristal, que tanto me atraía, en uno de mis bolsillos. Deseaba
averiguar más sobre la piedra acristalada; tenía que investigar aquello, y si
resultaba no hallar nada, al menos tendría otra más para la colección.
-Sí,
Álvaro. Nos vamos ya. Tu madre estará esperándonos preocupada. Pero prométeme
una cosa: esto será nuestro secreto.
Mi
hijo afirmó con la cabeza, y salimos de aquel terreno llano, oculto bajo una
arboleda enorme. Recordé como habíamos llegado hasta allí, y un escalofrío
recorrió mi espalda. Aun así, le di las gracias internamente a la raíz que nos
había hecho tropezar. Si no hubiera sido por ella no habríamos entrado en su
zona personal.
Y
traspasando la valla que nos separaba de su naturaleza, aguardé la llegada de
mi mujer, dominada por los nervios y la intranquilidad de la situación. Mientras
tanto, rocé mi bolsillo para comprobar que el cristal se hallaba en su
interior. “Este será nuestro secreto”, me dije a mí mismo, sonriente.
Brevemente, un extraño sonido emergió
del bolsillo sin que nadie se percatara de ello. Parecía como si aquel cristal
violáceo estuviera aclamando algo o alguien...
CONTINUARÁ
Lara Evems
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